En 2020, los aficionados de todo el mundo comprobamos cómo sería el mundo sin fútbol. Sólo volvimos a percibir que existía si pagabas el precio de verlo en televisión. Pero ¿y si vivir en un mundo sin fútbol se convirtiera en una realidad permanente? Eso es exactamente a lo que nos enfrentamos al mirar hacia un futuro donde lo que este deporte se va cayendo a pedazos mientras los que mandan manejan la bola de demolición y el aficionado se afana por evitar el derrumbe recogiendo cascotes con las manos, como cuando hay un terremoto en Haití. Tú ya no cuentas. Partidos a las dos de la tarde. O el lunes a las diez de la noche. No te levantes. Ponte la mascarilla. No grites. No comas. No bebas. No cantes. No te alegres. No estés. No viajes con tu equipo. Compra la TV y por el estadio no pases, por lo que tampoco pasa nada si lo tenemos hecho una mierda. Estadios que se convertirán cada vez más en espacios de élites, donde el fútbol es lo de menos. Sólo hace falta mirar al mundial de Qatar como máxima expresión de este concepto; ningún “mortal” tendrá acceso directo a esa competición, sin importar el esfuerzo que haga. Asistir a esta clase de eventos se ha terminado para el aficionado normal; las entradas para esos partidos las comprarán multinacionales, por lo que los estadios se llenarán de clientes, no de aficionados.
Ya mandaron a sus fuerzas de choque a las escuelas de entrenadores; cargados de nuevas ideas y de filosofías decididos a mostrarnos cual recién salidos de la caverna un nuevo deporte, y ya están convenientemente extendidos por los banquillos nacionales. Empezaron por matar genotipos de futbolista, y mataron al mediapunta. Después al que se permite la libertad de regatear, ahora la nueva escuela viene a eliminar al delantero centro. La diversión ya no cuenta. Más técnico. Más elaborado. Más analizado. Más números. Pierde más tiempo. Pon más centrales. Aburre más. Haz del estadio un velatorio. Vacíalo.
Tú ya no cuentas. Ni importan los socios ni el aficionado; importan los abonos a la TV y el marketing. Había que cambiar el sentimiento por el producto y la pandemia ha sido la excusa perfecta para liquidar lo que quedaba del viejo fútbol, y entrar de lleno en la era del postfútbol; el fútbol virtual, la televisión, twitch, la desconexión. Tú ya no importas, pero es que tampoco importa tu camiseta, tus colores, o tu escudo. El postfútbol es la innovación, si llevas rayas quítalas, si tu escudo lleva una corona quítala, o si tu color es el negro ponte el rojo. Borra la identificación para que no te sientas parte. Sólo importa aquel oriental que paga por ver los partidos de tu equipo o el del palco VIP que mira más los gin tonics y a la azafata que el partido. El fútbol tanto de los grandes capitales que han llegado con el papel fundamental de aportar basura líquida, como de los medios de comunicación a sueldo, o de los patrocinadores, que hoy ya son los máximos protagonistas sin siquiera haber pisado nunca el cemento de una grada; hasta el punto de que un futbolista comete pecado mortal si mueve una botella de sitio en una rueda de prensa.
Traen la Superliga; lo que suponía de facto liquidar la primera división de España, descabello heroicamente parado por los hooligans ingleses (el último reducto del fútbol que se puede oler) pero no podrán siempre. Una semana tu club juega en Inglaterra, otra en Alemania y otra en Francia…si lo vas a ver por la TV no importa, claro. Qué manera de matar el fútbol, el que igualaba. El postfútbol será el Club Social de los ricos, para los demás, quedará un reducto que intentará ser el de siempre, pero sabiendo que unos pocos decidieron que nunca más fuera así.
Estamos viviendo los últimos días del fútbol y los primeros del postfútbol. Para mí es demasiado tarde; crecí viendo (no literalmente) a Maradona en Nápoles. Él era el fútbol, como Alí o Jordan, una figura que trascendía el mismo deporte. El Diego sentenció una vez “la pelota no se mancha”, lo que por fortuna no llegó a ver es que la pelota ya no existe; sólo queda el píxel. Yo espero poder rectificar y sacar a mi hijo de donde inconsciente e irresponsablemente lo metí cuando con escasos dos años lo llevé al Cartagonova por primera vez; y que le guste otra cosa.
De momento, no poder reconocer la camiseta de su equipo dos años seguidos me está ayudando a quitarlo.