Huérfanos de raíces

Se decía a finales de marzo del malogrado año, entre aplausos en los balcones y telediarios con imágenes angustiantes, que la pandemia nos iba a hacer mejores personas y que saldríamos reforzados y más fuertes de esta situación. Sin embargo, me queda en el paladar la amarga sensación de que la COVID-19 nos ha cambiado como sociedad, volviéndonos a todos y a todo un poco más deshumanizado.

Pese a que el fútbol -y más aún en los tiempos que corren- es autodenominado “la cosa más importante de las menos importantes”, casi siempre suele servir de analogía con la vida en muchos aspectos, y nos suele dar más de una lección. En esta ocasión, no iba a ser distinto. Parece remontarse a tiempos del Paleolítico los dos besos en las mejillas al reencontrarte con un viejo amigo, los conciertos rodeados de gente gritando a viva voz el mismo estribillo, o gestos tan simples como compartir una bolsa de palomitas en el cine. Al igual que ocurre con las ya difuminadas imágenes de los estadios llenos, las palmas en cada córner o los abrazos de gol tanto con personas imprescindibles en tu vida, hasta con el más absoluto desconocido.

La pandemia nos ha cambiado, eso es innegable. Del mismo modo que ha cambiado el fútbol. Y cuando digo fútbol no me refiero exclusivamente a once tíos enfrentándose a otros once tíos para ver cuáles meten más goles en noventa minutos. Eso nos dirán que no ha cambiado, que aún puedes seguir viendo ese espectáculo a través de una pantallita en tu salón a cambio de una suculenta cuota mensual. El fútbol es fútbol por esa maravillosa atmósfera que le rodea, y que, desgraciadamente, nos han robado ante una indefensión generalizada que ralla lo indolente cuando hablamos de un deporte tan pasional. Y que al final, es lo que es gracias a su gente.

En este “nuevo fútbol” derivado de esta obligada “nueva normalidad” los patrones han cambiado más de lo deseable. Y el aficionado tiene menos cosas a las que agarrarse. Donde antes bajabas el puente disgustado, pero rodeado de los tuyos y aún con el olor a césped en tus fosas nasales, las derrotas dolían un poco menos. Un poco menos que ahora, donde no queda otra que digerirlas en tu sofá recargando las redes sociales, y sin ni siquiera con la posibilidad de gritar desde tu butaca cualquier improperio que te haga descargar tu frustración. Y sobre todo, con la sensación de que esto ya no es lo que era.

Y es que, ¿qué es el fútbol sino un sentimiento de pertenencia? Sin él todo parece en ocasiones un sinsentido. En el “antiguo fútbol” se cambiaban quince tíos por temporada y a los dos meses ya los sentías como parte de tu familia al verlos cada quince días corretear por tu banda del Cartagonova. Hoy por hoy, eso nos parece de una frialdad temeraria, al formar un equipo sin raíces, casi de puros desconocidos. Son las raíces las que nos hacen sentirnos partícipes de algo, las que nos hacen sentirnos ligados a algo por lo que luchar de una manera insaciable. Y en el fútbol no iba a ser distinto. Las raíces son el motor de la ilusión.  Las que nos hacen sentir lo ajeno como propio.

Y al hablar de raíces, es imposible no hacerlo de Miguel Ángel Cordero. Un tipo que retrocedió hacia atrás bajando a los infiernos de Segunda B para coger impulso y dejarnos en el paraíso de la Segunda División. Un tipo que vino a Cartagena con su mujer embarazada, y echó raíces aquí en forma de una hija cartagenera y una familia enamorada de nuestra ciudad. Un tipo que vino a “un club más de Segunda B” y se fue dejando uno de los clubes de su vida, una ciudad que ya es un hogar, y unos aficionados que ya son familia. Y es que tener jugadores que no estén de paso, sino que echen raíces en la ciudad que nos vio nacer, es algo que ya muy pocas veces se ve en el mundo del fútbol. Y eso suma. Vaya que si suma.

Se va un capitán, y se va una leyenda del cartagenerismo. Se va parte de la esencia del “fútbol de verdad” que tanto escasea. La sombra del capitán será alargada, y el camino hasta volver a sentir el fútbol como nuestro será largo. Largo y descafeinado. El fútbol tiene sus raíces ancladas en cada una de las butacas de su gente. Y por qué no, también en algunos de sus jugadores. Unas raíces que hoy por hoy tienen un triste tono de orfandad.

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