Sí, soy del Cartagena




Tengo que escribir del Cartagena y lo hago con escaso convencimiento. Digo esto antes de empezar por las conclusiones finales. Tenedlo en cuenta. No prejuzguéis en este momento porque me cuesta entenderme (y hacerme entender). Me resulta difícil pensar en las posibles respuestas, y me asusta reducir esa consecuencia a una simple afirmación o negación. Supongo que todo necesita su fase de reciclaje emocional cuando se parte de un desierto con muy pocas emociones.

Me explico. Algunos me preguntan, sobre todo por las redes sociales, el motivo de mi proselitismo hacia los albinegros. Pues no lo sé, en principio. Y me detengo a pensar. Sé que hay algo que me indica que tengo que empujar por los cartageneros, que tengo que apoyar, pero me confunde. Y os confundo. Si tuviera pelo, me atusaría el cabello con mis dedos en forma circular, imaginando pensándome. Lo hacen muchos, tal vez sin resultado. Yo no lo sé, soy calvo.

Y no ha sido por exclusión deportiva, tampoco por derivación enardecida de esa pasión que, más tarde que vosotros, me ha inundado. Soy del Cartagena porque sí, con dos pares, sin razones, sin ADN mediterráneo. Y mira que le he dado estopa al equipo a bocajarro; en papel, en la web, en la televisión. Recuerdo a los de Sporto y acomodo su recuerdo al bufete de Mad Men. Fachada, todo fachada, con heridas interiores. Hasta el guapo de ellos, el que, en teoría sabía de fútbol porque había jugado, me amenazaba con denunciarme (¿recuerdas aquella mañana Julito?). En fin, adalides del disparate que vieron el oro en el ojo ajeno siendo ciegos para hallar la viga en el propio. Les guio el camino del ruido de euros cuando amanecieron en un club con monedas, entonces, de hojalata. Todos ganaban, suponían, y los jugadores especulaban rascando telarañas en los bolsillos.

Pero es que el club había saboreado el fútbol profesional sin levantar las alfombras, habían apostado por especímenes en los despachos que llevaron al club al desastre sin valorar a los que realmente sentían esto; la afición y algún Mariano más, además del propio Mariano Sánchez. Con el paréntesis de la etapa de Fran de Paula, el destierro desde la mentira de la LFP era alarmante. Cualquiera se sentía capataz. Aparecieron ilustrados sin lustre, directores deportivos que trabajaban por catálogo, en fin, el dislate en bandeja servido a la afición en digestiones imposibles.

Por eso, ese sentimiento de orfandad fue alimentado por aquellos Newton Boys que buscaban la manzana bajo el árbol sin darse cuenta que les había golpeado haciendo un daño irreparable en las neuronas. Y empezaron su cruzada, su lucha intestina entre una afición que veía un derbi en Balsicas, lejos de la Rambla de Benipila. No era cuestión de supervivencia, era cuestión de lealtad. Y de negocio.

Negocio de la Doble B. Ellos invirtieron su pasta. Ellos se la jugaron, algo que pocos recuerdan. Por lo tanto, ellos decidían y deciden. Y han decidido, mal que pese a algunos, por un proyecto sostenido por la viabilidad, sin estridencias, sin fotos a la orilla del mar, pagando deudas para evitar esa ansiedad que a veces aprieta y siempre ahoga. Podrían vivir sin pisar el suelo, sin gastar suela, pero no lo han hecho. Se les ha culpado de mucho y se les ha beatificado menos de lo que se debería. Creo que, por antigüedad, me sentí más cercano a los albinegros antes que ellos, pocos años, porque ellos son neófitos sentimentales de estos colores –se les sigue culpando de sentir el cartagenerismo hace apenas tres años-, pero esto no es cuestión de carnet, es cuestión de intensidad y, en este tiempo, no he visto defender a nadie al Cartagena como ellos lo han hecho; fajándose en la barra del bar y de corbata y pincel en los despachos. Es cierto que es su empresa, de ellos, y que todos los demás asistimos a la performance desde la barrera, pero han mostrado que tatuarse el alma de blanco y negro no depende de calendarios.

Sí, soy del Cartagena y doy gracias de serlo, con la boca grande y con el juicio cercano y cercenado de unos granas que me culparon de mendocista un tiempo para lamerse sus heridas. Ahora me siguen dando, pero la distancia oceánica mitiga los insultos. Pero me da igual, soy albinegro, siempre, ahora para siempre. Y doblebeista, naturalmente.




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